Sucedió en 1990, en Victoria, Entre Ríos. En ese tiempo era un lugar rural. Todavía no existía el puente a Rosario.
Me contrataron para construir un complejo de viviendas. Tenía 20 años, venía de la ciudad, salía todas las noches.
Había poco para hacer, un bar, una pizzería, un boliche. Conocí a una chica, iba a verla y volvía de madrugada.
Mis compañeros, un grupo de correntinos, decían que veían cosas raras, escuchaban aullidos y encontraban rastros en árboles, signos del Lobizón. No les creía. Pensé que querían asustarme con leyendas del campo.
Después empezaron a hablar de un muchacho. Decían que era el séptimo hijo varón, que nunca lo veían dormir, que tuviera cuidado.
Me daban consejos: que no saliera con luna llena, que si me lo cruzaba lo llamara por su nombre o hiciera como si no lo viera, que no dejara que pasara entre mis piernas porque me pasaba la maldición. Me daba algo de miedo, pero igual salía.
Vivíamos seis en una casa alquilada, cinco de Corrientes y yo de Buenos Aires. Estaba a dos cuadras del cementerio. Si venías del centro no pasabas por ahí, pero desde la terminal había que rodearlo, por un lateral, por detrás, y bajar dos cuadras.
Mi colectivo debía llegar a las 19, pero por un desperfecto llegamos a las 00.30. El único remis ya no estaba. El mozo del bar me dijo que no caminara, que durmiera en un sillón, que había luna llena. Me reí, le dije buenas noches y salí.
Pensé que con esa luz y la farola de la plaza del cementerio iba a ver el camino. Al llegar a la calle lateral del cementerio vi, a unos 50 o 70 metros, un animal en la entrada principal.
Olfateaba el suelo, iba de un lado a otro. Muy chico para caballo, muy grande para perro. Parecía un lagarto peludo. Las patas delanteras eran más altas que la cabeza. Las traseras también largas, más altas que el resto del cuerpo. No pude identificarlo, pero supe al instante que no era de este mundo.
Volver implicaba atravesar toda la plaza, en medio del campo. Seguir era la única opción razonable. Caminé recordando los consejos de mis compañeros. No podía acordarme del nombre de quien sospechaban que era, y hasta hoy no lo recuerdo.
Lo escuchaba respirar a mis espaldas. Me daba vuelta y lo veía lejos. Y de pronto, lo sentía a mi lado. O se movía la vegetación, el pasto, como si caminara junto a mí, pero no estaba ahí.
Aullaba a lo lejos, y el sonido helaba la sangre. Hasta que no di más y me di vuelta. Estaba ahí. Como iluminado. Negro azabache, no podía ser más negro. Se puso en dos patas. Casi de mi altura, más bien petiso.
Los ojos también negros, nada de rojo ni amarillo como dicen. No babeaba. Pero era indefinido. No era exactamente un perro ni un lobo. A pocos metros de llegar a la casa, ya no lo vi. Golpeé. Mis compañeros correntinos tardaron en abrir.
Me preguntaban si lo había visto, que habían escuchado el aullido muy cerca. Les dije que no. No me animé ni a hablar del asunto. Vaya a saber qué fue. Pero para mí, fue real. Vi al Lobizón.
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- Relato compartido por José Carlos Ovejero a Intermirarte